domingo, 23 de octubre de 2011


A veces pienso que esta época no me pertenece, que nací en el lugar y momento inadecuado, que la velocidad del tiempo no se relaciona a la que mi estilo de vida requiere para existir de una forma relativamente normal.

Desconozco qué edad tiene mi alma, pero pienso que no se lleva bien con mi edad biológica, que dice estar entre los veinte y los treinta. Debí nacer con un par de décadas de retraso; cuatro quizás, o tal vez un poco más.

Y es que la vida se mueve tan rápido que no alcanzo a advertir lo que está sucediendo. Las cosas que hoy son importantes mañana ya no lo serán y esa caducidad repentina es lo que me molesta, o al menos me complica. Soy del tipo de personas que requiere detenerse a pensar, dejar de actuar (que paradójicamente es una de mis acciones preferidas) y hacer nada; mirar el techo quizás, caminar tal vez…

Detesto las rutinas, y si hay algo que verdaderamente me estresa es hacer siempre lo mismo, me desmotivo y comienzo a desesperarme; es en ese momento en que decido optar por alguno de mis cuadros de colores – de preferencia blanco o negro- y escapar de la realidad por algunas horas… días… semanas.

Esa escapada es para mí mejor que las que ofrece Groupon, porque no es para dos; suena algo egoísta decirlo, pero no sé si es mi ego o mi vanidad lo que me llevan a pedir a gritos un lugar mental donde pueda tener una cita solo conmigo; donde no me molesten ni los recuerdos ni los fantasmas, ni las ideas ni las proyecciones futuras.

Creo que cuarenta años atrás el tiempo pasaba más lento, y esa necesidad casi infantil de querer salir corriendo del mundo no se presentaba tan a menudo, porque si parabas en el camino nadie lo notaba.

Lo cierto es que me tienen aquí, en el dos mil y tanto, buscando la tranquilidad que creo me pertenece; sintiéndome una anciana por  tener preferencias ya pasadas de moda, adorar quedarme en casa viendo películas, acostarme temprano y no vivir corriendo…